domingo, 18 de marzo de 2018

Bajar, subir, quedarse

Yo bajo. Yo subo. Yo me quedo.

Aprieto el botón del ascensor que lleva al inframundo de mis entrañas y caigo en picado. Mi corazón deja de palpitar unos instantes, escuchando como el silencio roza mi cuerpo desnudo. Tengo frío. 
Estoy quieta, en apariencia. La realidad es otra. Me tomo una pastilla que se supone decelerará esta sensación de fragilidad, que se supone me sumirá en una tranquilidad real y consciente. 
Bebo agua. Bebo hasta que mis labios adquieren una textura húmeda y tierna, e imagino que se derriten y me quedo muda. Los muerdo. Mis labios poseen todo el lenguaje que resume mi colección de palabras. El léxico que me compone y me descompone, sin el que sería tan sólo un ser vulgar destinado a cubrir sus necesidades básicas y sin noción del tiempo. 

No quiero hablar, mi pensamiento es más puro. Más que este texto, más que lo que jamás llegaré a decir. Nunca. No quiero que salga de mí, lo tengo encerrado bajo llave y es mío. Y yo soy Caronte y el Can Cerbero, soy Hades y el fuego eterno del infierno. 

No tienes que temerme, me importas tanto como la mierda que defeco cada mañana cuando me libero de la suciedad del día previo, el que ya se ha ido, el que se ha perdido en el olvido y en el recuerdo (que se olvidará). Me purifico con una barra de incienso. El aroma me impregna y las cenizas caen al suelo. Estoy con un pie en el mundo de los vivos, el otro extremo de mi ser habita el de los muertos. Camino por este último, vagando sin rumbo, sin destino, sola y conmigo, sin mí, sin nadie. Vacía, llena de vacío, desbordándose el alma  por los poros de mi piel. Muto. Soy un cuerpo, no soy absolutamente nada. Soy la que calla, la que escucha y observa la putrefacción propia en el espejo y comprende que es una parte insignificante en la desintegración de este mundo.