lunes, 24 de junio de 2024

Envejecer

Al pobre grillo le tiemblan cinco de sus seis patas. Camina tambaleándose con un andar lento e impreciso que, si se agudiza el oído, suena como una carraca de madera vieja y seca. Se mudó a la ciudad hará diez años, dejando a su familia atrás en el prado de lavanda que se extiende al borde de la montaña. Aún recuerda la fiesta que organizaron aquel agosto para despedirle. La luna estaba casi entera, y miles de grillos cantaban a varias voces "Here's Where The Story Ends" de The Sundays.

Entonces él era joven, sus patas firmes y sus sentidos agudos. Entonces el joven grillo tenía el sueño de convertirse en poeta, así que cogió su maleta de cuero negra y con la brisa veraniega de la noche marchó a la ciudad.


El grillo encontró la ciudad compleja y durante unos años vivió lo que tanto deseaba. Alquiló un recoveco en el puente del río que atravesaba la ciudad, a media altura, donde conoció a una divertida cucaracha que siempre le ponía al día de los locales en los que él pudiera recitar sus últimas creaciones. En aquella época inicial el joven grillo escribía poemas cortos, no muy elaborados, pero tan pegadizos que las arañas en las esquinas de los bares solían recitarlos días después de su paso por allí. Los dos más conocidos eran: "La boina del saltamontes" y "Hacia arriba, salta y vuela". Decían así: 


  "La boina del saltamontes" 

 La boina del saltamontes
 esconde un secreto de antenas 
 y el bicho que la sostiene 
 lo siente latir en sus venas. 


  "Hacia arriba, salta y vuela" 

 Hacia arriba, salta y vuela 
 no veo otra opción posible 
 la ilusión está en mi suela 
y cada paso me hace libre. 


 El grillo solía beber una uva entera al finalizar sus recitales, momento de fascinación en el que varios asistentes fanáticos aprovechaban para acercarse a intercambiar impresiones sobre lo que habían despertado en ellos los fugaces versos. Eran precisamente esos instantes los que le animaban a continuar con la poesía, cuando llegaba a su recoveco del puente bien entrada la madrugada algo borracho por las sensaciones de fama e importancia que experimentaba a través el reconocimiento ajeno.

Así, su poesía fue evolucionando hasta hacerse más abstracta e indescifrable. La cucaracha con la que convivía cada vez le preguntaba menos por su poesía y, en general, por la vida, pues no entendía muy bien el cambio en el grillo, antes tan cercano y ahora oculto tras esos aires soberbios de misterio impostado. Las arañas dejaron de hacer eco de sus poemas y pocos eran ya los momentos en los que, al acabar sus recitales cada vez menos frecuentes, siempre la misma mariquita amarilla se acercaba a decirle "esa última estrofa ha conseguido hacer temblar mis alas", mientras él se terminaba la segunda uva para volver a casa. 
El grillo se sentía solo e incomprendido y notaba con incomodidad y nostalgia el peso del paso del tiempo en su abdomen. El grillo dejó de escribir durante meses, y se perdió por las calles de la ciudad, llevando consigo la maleta de cuero negra. 

La cucaracha ha muerto hace una semana. Una termita le ha encontrado, tiritando a las puertas del viejo bar donde solía recitar sus poemas y se lo ha comunicado. El pobre grillo se levanta y se sacude el frío que le recorre el cuerpo, sin poder quitárselo por completo. A la termita le suena como si fuese el crujido de una cáscara de nuez partiéndose en cien pedazos. El pobre grillo vuelve al recoveco del puente y observa cómo éste deja pasar el viento, o como él lo percibe, un sinfín de violines llorando la muerte de su compañera. Al pobre grillo le tiemblan cinco de sus seis patas. Pero todavía le queda firmeza suficiente en la sexta y escribe con dignidad el poema que le hará volver a estar en boca de las arañas. Titula al poema "Envejecer". 

  "Envejecer" 

 Envejecer es hacerse grande 
para después volverse pequeño. 
Es perseguir atento siempre 
la estela de un nuevo sueño. 

 Envejecer es aprender a rodearte 
 de quien valore lo que vales.
 Es aprender que sentirse solo
 puede ser el mayor de los males. 

 Envejecer es el destino 
que llegará a todas nuestras patas.
 Envejecer es aquel camino 
que nos muestra nuestras erratas. 

 Envejecer no es fácil ni difícil 
es vivir siendo consciente 
de que ser viejo era el futuro 
cuando ser joven era el presente.
 
 Y ahora han cambiado las tornas 
y ahora me tiembla el abdomen 
y ahora no cuento mis horas 
ojalá el tiempo me perdone. 

 Ahora soy viejo y resueno 
como una vieja carraca 
si es que pronto me muero 
¿me cantarán las arañas?

jueves, 20 de junio de 2024

Es crucial hacerse preguntas

¿Y si hay cosas que no caducan? Como las ganas de escribir, que parecen tener el superpoder de multiplicarse desde que empecé a crear callo en mi dedo anular al sujetar mi primer lápiz con más o menos cinco años. O como escribir (quizás sería más acertado decir divagar) en un blog, que parece que tuvo su momento estrella hace diez años, y cinco después la gente se pasó a otras plataformas más sociales e instantáneas, menos creativas en un sentido purista e introspectivo. Pero para mí no ha caducado (todavía). Sigue teniendo el encanto del principio. Es como encontrarse al borde de un precipicio. Me viene a la cabeza la imagen de los Cliffs of Moher, en Irlanda, a poca distancia de Galway, con sus salientes en zigzag, desde cuyo borde se puede intuir a qué sabe el mar en el momento en que las olas rompen y llueve hacia arriba. Igual que ese abismo que le deja a uno el rostro mojado y frío y el viento vibrando agudo en los oídos, el blog produce una sensación parecida; creándose en el blanco de la entrada nueva ese suspense que exige un salto al teclear cada pensamiento, y moldearlo, corregirlo o dejarlo ser sin prejuicios. Y arrojarlo ahí mismo, al océano que constituye internet. Asesinar el pensamiento al empujarlo al vacío y condenarlo a la libertad de ser visto por otros, de entrar en sus cabezas durante un instante, quizás incluso despertar a otro, uno que dormía o que no se atrevía a nacer... quizás pasar desapercibido y no generar nada salvo ruido blanco, como el que produce la espuma diluyéndose contra la roca al morir la ola.
Me habría gustado estudiar filosofía. Creo que es crucial hacerse preguntas. Mínimo diez al día, porque menos es difícil, aunque se haga de forma inconsciente. Estoy convencida de que no todas serían existenciales, ni brillantes, ni profundas. No tendrían por qué serlo. Por lo menos al principio. Sé, sin embargo, que con el tiempo irían evolucionando, como el bebé se convierte casi sin darse cuenta en adulto, y entonces las preguntas nos plantearían retos. Hoy me pregunto por qué los blogs fueron una herramienta tan empleada por mi generación y en mi entorno durante la época adolescente, y si la función que entonces cumplía no podría evolucionar para aportarnos algo en el presente. En algún sentido me da pena ese cambio, el de pasar de productores a consumidores. Antes escribíamos más, reflexionábamos más, empleábamos el lenguaje y jugábamos con él y así nos construíamos. Creo que ahora da pereza, que ahora prima el deslizar el dedo por la pantalla fría para leer mensajes instantáneos, muchas veces superficiales y que no aportan demasiado. Mensajes que aparecen como estrellas fugaces, pero que nunca registrarán deseos. Nos abstraen y nos impiden conectar con el presente y, sobre todo, nos mantienen al margen de la creación propia. Y es cómodo el sillón que nos ofrecen, que se adapta a nuestro cuerpo, casi atrapándolo sin remedio a pesar de estar disfrazado de abrazo. ¿Para qué salir del rol de consumidor? Para qué, si cuando te levantas para producir necesitas esforzarte y fallar y seguir intentando, y sobre todo confiar en tus ideas, a pesar de que no haya nadie que aplauda tu determinación. No es fácil confiar en uno mismo, caerse o dar tumbos y sentir la mirada extrañada del resto. Hoy una niña se asoma al acantilado y tira el cojín de su sillón al mar. El sillón es ahora incómodo. El mar le devuelve la sonrisa mojando su piel con gotas saladas. Satisfecha da un salto, pero la gravedad se invierte y cae ligera hacia el cielo, mientras llueve en la dirección acertada. Se pregunta por qué los adultos olvidan tan rápido cómo volar.