domingo, 19 de mayo de 2013

Medicamentos sin receta

Me fui, sin previo aviso, sin una carta de despedida o una nota que declarase mi ausencia. Me fui, en silencio... y sola.
Y pensé que, tal vez, la vida no sea más que una ilusión, un conjunto de fotos guardadas en un álbum; una elección que tomamos al decidir no morir. Y pensé que, quizás, algún día moriré. 
Me monté en el primer autobús que vi, sin advertir qué dirección tomaba, sabiendo que fuera a donde fuera sería lejos de donde me encontraba en ese momento.
Pegué la frente al cristal y asomé mi mirada al otro lado de la ventanilla, ojeando a través de ella y no viendo absolutamente nada. Lo bueno de las ciudades grandes es que nadie te conoce, y de repente sentí en la boca de mi estómago la estúpida necesidad de hablar con alguien. Alguien a quien no conociera. Alguien que fuera capaz de mirarme a los ojos durante las paradas que hiciera falta, antes de bajarse del autobús sin despedirse o mirar atrás. Y de repente, la anciana de mi derecha empezó a hablar sola. 
- Terroristas de bata blanca.
-¿Perdone?
- Terroristas de bata blanca, niña. 
- No la entiendo.
- Los hospitales. ¿Te suena? ¿has estado alguna vez en uno?
No contesté. Todo el mundo ha estado alguna vez allí, en ese lugar de pasillos largos y silenciosos, toses secas y caras largas, y un intenso perfume a rosas en la entrada, a ratos camuflado por el desagradable hedor de la muerte.
- Todos son iguales. 
Volví del trance, al mundo de los vivos, con la suficiente fuerza para responder.
-Lamento que haya tenido una mala experiencia. La verdad es que no suele ser un motivo de alegría el que te conduce a  un hospital. Pero no se enfade con las personas que emplean su vida intentando salvar la de otros.
La señora me mira con ojos expectantes, como si eso fuera lo último que esperaba que dijese, y murmura:
- Tú no sabes nada.
- Lo siento.- es lo único que puedo decir, y abandono el autobús en cuanto éste se detiene. En la calle hace frío. Escondo las manos en el interior de las mangas de la sudadera y empieza a llover. Automáticamente me pongo las gafas de sol, aunque el cielo hoy lleve puesto su vestido gris. Y, por alguna extraña razón, me siento mejor.








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