martes, 16 de agosto de 2016

Ejercicio de reflexión

Ansío más lo lejano, lo que no está al alcance de mi mano, lo que ni siquiera mi corazón puede llegar a comprender.
Anhelo un sentimiento, o para ser más concretos un estado, añoro la seguridad de lo estable.
No lo hago respondiendo a ningún recuerdo, sino acudiendo, implorando el cumplimiento de un deseo, uno que arde con fuerza en mi interior.
Sabiduría, templanza, empatía, presencia. Son tan sólo vapor en mis labios que toman forma pero nunca cuerpo, por más que me esfuerzo en moldear este humo a golpe de acción.
Quisiera hacer un ejercicio de reflexión, de introspección, un viaje al subconsciente más profundo. Quisiera meterme dentro de la ola antes de que rompa, jugando con el momento exacto y observando en el reflejo del sol a través del agua el grado de riesgo que alcanzo al querer sumergirme tan adentro de mí misma.
Lo sé, sé que son fases, me conozco bien, aunque me cueste describirlo. Yo lo entiendo, a pesar de que los demás me miren raro y me den consejos de esos que me hacen sentir como si fuera una niña pequeña y dependiente de la experiencia del mundo adulto. Yo también tengo ese mundo, también vivo en ese mundo, no tengo cinco años y una sonrisa constante en el rostro. Todos tenemos debilidades, aunque quejarse de ellas no es el camino más directo a la felicidad. Ni siquiera es un camino que quiera tomar.
Cuesta, sí, sobre todo porque nos rodean las quejas de los demás, y si ellos lo hacen, ¿por qué nosotros no podemos expresar nuestro descontento con el mundo? No es que crea que sea malo argumentar y luchar contra las injusticias, es que considero que muchas veces nos miramos demasiado el ombligo y nos impedimos descubrir todo el bien que podríamos hacer si mirásemos un poco más allá, en los demás, en las necesidades de los demás, en lo que nos rodea.




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