domingo, 28 de agosto de 2016

Vejez

El viejo que se sienta siempre en el mismo banco del parque sabe de la vida. Y es por eso que se queda en silencio, observando como los adolescentes cometen los mismos errores que cometió él en el pasado. Y se ríe. Nunca aprenderán. Pasarán los años, y las canas cubrirán su pelo como el paso del tiempo lo hizo con él. Volarán de vuelta los pájaros buscando el calor del verano, y escaparán de lugares fríos atestados de mentiras y miedo.
El viejo que se sienta siempre en el mismo banco del parque no sabe en qué día vive. No recuerda que está a punto de pasar la frontera de los noventa a no ser que se mire a un espejo. Para él es un constante jueves, un alto en el camino sin necesidad de tomar decisiones, sólo observar. Observar en silencio. 
El sol recoge sus rayos, y el anciano su bastón y sus años estallan en un crujir de huesos. La rodilla, la dichosa rodilla que ya no tiene ligamentos sino alguna especie de tejido sintético que cumple ahora esa función; suena tan fiel como las campanas de la Iglesia los domingos. La banda sonora de su paso por el mundo se torna invisible a la sordera que le acompaña desde hace ya bastantes meses, pero es consciente de que las cosas ya no son lo que eran. Y en parte eso le ayuda a no perder el norte hasta que llega a casa, reconocerse a sí mismo en un cuerpo que le pertenece y no le ha fallado hasta ahora, aunque para él su rodilla y sus oídos tan sólo necesitan una pequeña reparación, pero siguen estando ahí, por él. 
Hoy, un poco más que ayer, ha estado dándole vueltas a la muerte del tiempo, de las cosas que hacemos nuestras pero no nos pertenecen, de esas cosas que etiquetamos como pequeñas parcelas de propiedad intransferible. Y hoy, un poco más que ayer, ha aceptado esa muerte, esas pequeñas muertes que se tornarán en vidas en el momento en el que él (y sólo él) consiga decirles un sincero "Adiós, ha sido un placer". 




No hay comentarios:

Publicar un comentario